El día 23 de abril de 2021 se celebraban los quinientos años de la batalla de Villalar. Para festejar una celebración tan importante lo más lógico habría sido desplazarse hasta la localidad vallisoletana y allí rendir homenaje a los que se enfrentaron a un rey que llegó a la Península sin saber nada de nosotros, sin conocer nuestro idioma y cargando de impuestos a sus súbditos nada más hacerse cargo del reino. Pero como la pandemia impide las celebraciones, nosotros quisimos rendir nuestro particular homenaje a los comuneros haciendo algo importante, algo como ascender a la Peña de Francia.
Establecimos la localidad de La Alberca como punto de partida de nuestra ruta. Para llegar allí salimos a las 9 de Zamora, y antes de las 11 ya habíamos aparcado en uno de los aparcamientos públicos de esta localidad salmantina. Tras preparar todo, sobre las once, tras la foto de salida, comenzamos a rodar.
Como no podía ser de otro modo, comenzamos ascendiendo desde el primer metro. Teníamos por delante unos dos kilómetros por asfalto en una zona repleta de pinos de repoblación.
Después de este "calentamiento" por carretera, en una curva continuamos recto para seguir por un camino que nos recibió con un portón puesto para evitar el paso de vehículos, pero con un paso lateral por el que pasamos sin dificultad.
No por cambiar de terreno cambió el perfil, el ascenso continuó y así lo haría durante muchos kilómetros, diecinueve desde la salida. Eso sí, era cómodo porque era tendido. Los pinos seguían rodeándonos, pero poco más adelante comenzamos a rodar por el borde de la ladera y comenzamos a ver todo teñido de morado: el brezo estaba por todas partes.
Seguíamos ascendiendo sin dificultad y disfrutando mucho del paisaje, a cada momento más bonito al ir ganando altura. De vez en cuando la Peña de Francia se dejaba ver majestuosa, como mirándonos de soslayo y como si dijera: aquí estoy, venid si queréis.
Poquito a poco íbamos ganando kilómetros y metros de ascensión. Y lo seguíamos haciendo sin dificultades porque la inclinación seguía siendo la justa para no dejarnos sin aliento. A medida que íbamos estando más altos, íbamos encontrando algunas pedrerizas producto de la erosión. Pero eso sí, el camino, la pista, siendo más rigurosos, estaba impecable, lisa, compactada, sin polvo porque había llovido el día anterior, pero también sin barro.
Después de doce kilómetros de ascenso, con muy pocos metros de tregua, la pista se terminó desembocando en la carretera de ascenso a la Peña de Francia. Teníamos por delante unos siete kilómetros en los que la inclinación era mayor, si bien esta de algún modo se compensaba con el mejor rodaje que las ruedas realizan por el asfalto.
Aunque había algo de tráfico, este no era agobiante y se iba bien. Cada uno fue ascendiendo a su ritmo, si bien claramente se hicieron dos grupos.
Poquito a poco íbamos comiendo kilómetros y terminamos llegando a la parte más dura del ascenso, los kilómetros finales, si bien no sabemos si es que son más inclinados (que lo parecen), o si esa mayor inclinación que parece percibirse es fruto del cansancio. En ese tramo tuvimos el apoyo, en forma de bocinazos y de algún que otro grito de aliento, de las Galanas, que llegaban en los coches tras haber visitado La Alberca mientras nosotros hacíamos la primera parte del recorrido.
Finalmente llegamos al punto final del ascenso. Las vistas nos ayudaron a recuperar el aliento, sin duda, porque son impresionantes, y eso que el día no estaba claro.
Fuimos con nuestras bicis hasta el mirador en el que hay una reja con la figura de Santiago, entramos en la cueva donde se encuentra la Vírgen y no nos demoramos más porque con el sudor de la subida nos estábamos quedando fríos. Nos pusimos cortavientos para iniciar el descenso y lo comenzamos en cuanto nos hicimos la foto de grupo.
El track que pensábamos hacer iniciaba el descenso por una trialera, según decía su autor en las explicaciones, pero el día anterior lo habían hecho unos amigos y nos comunicaron que en esa zona había que ir con la bicicleta en la mano casi todo el rato y que no merecía la pena, así que no nos complicamos y comenzamos a desandar el camino por la carretera.
A pesar de ir frenando en las curvas llegamos a ver en nuestros velocímetros hasta 70 km/h, simplemente dejándose caer...
En el mismo sitio donde habíamos entrado en la carretera al subir, la abandonamos al bajar, cogiendo un camino a nuestra derecha. En una pequeña bajada que iba del asfalto al camino, uno de los bíkers se fue al suelo. Aparentemente no le pasó nada, si bien se quejaba de un costado. Todos supusimos que le había pasado lo que nos ha ocurrido a casi todos alguna vez, que se había clavado el manillar en las costillas, lo que suele producir molestias durante varios meses.
Cuando se recuperó continuamos, iniciando uno de los tramos más bonitos del recorrido, una trialera con bastante piedra suelta pero ciclable, trazada entre vegetación bastante cerrada y con curvas a una y otra mano. Una gozada, vamos.
En esa zona ya no había el viento que tanto molestaba en la Peña de Francia y en el descenso por carretera, y como vimos que eran las 2, decidimos que era el momento de buscar un buen "restaurante" donde comer nuestros bocadillos. Encontramos uno con vistas. De frente escobas cargadas de sus flores amarillas, vigiladas por detrás por los brezos, también repletos de flor. Y a un lado la Peña de Francia, ya en miniatura, porque nos habíamos alejado de ella algunos kilómetros.
Después de dar cuenta de los suculentos manjares que cada uno portaba volvimos a las bicis. Teníamos por delante algunos cientos de metros más de senda, pero ya sin el calificativo de trialera, antes de salir de nuevo a la carretera. El tramo de asfalto en esta ocasión fue escaso, un kilómetro, tras el cual giramos a la izquierda para volver a pisar tierra. Ahora se trataba de un camino más ancho rodeado de un bosque de robles y repleto de verde.
Disfrutamos muchísimo de este tramo porque, aparte de su belleza, tenía unos poquitos grados de inclinación descendente, y eso permitía rodar de maravilla, a velocidad alta y sin apenas esfuerzo.
Nos estábamos dirigiendo a El Cabaco. Unos tres kilómetros antes de llegar a esta localidad pasamos junto a una laguna muy curiosa, ya que sus aguas eran verdosas.
Los pocos kilómetros que nos separaban desde esta laguna a El Cabaco los hicimos en poco tiempo porque seguíamos rodando por pista y descendente.
Cuando llegamos a este pueblo allí estaban, empezando a comer en la terraza de un restaurante, las Galanas (ellas sí que saben...). Hicimos una parada, nos sentamos en dos mesas y dejamos que nos invitaran a un café.
No nos demoramos mucho, porque cuanto más se para, más cuesta después volver a coger el ritmo. Ya en las bicis atravesamos el pueblo y salimos de él por una pista con muy buen firme, que comenzó ascendiendo y así se mantuvo durante unos tres kilómetros.
Este ascenso terminó al mismo tiempo que el camino desembocaba en una carretera local. La tomamos hacia la derecha y por ella continuamos hasta Nava de Francia.
El sol de las primeras horas de la tarde había podido con las nubes y cada vez había más claros en el cielo. Y pensar que si nos hubiéramos guiado de las previsiones del tiempo habríamos cancelado este viaje...
Justo antes de entrar a esa localidad se acercó a vernos un caballo con una planta digna de admirar.
Salimos del pueblo siguiendo por la misma carretera que nos había llevado hasta allí. Tuvimos que rodar por ella unos tres kilómetros hasta llegar a otra de mayor importancia, la SA-201.
Ya en esta, teníamos por delante unos cinco kilómetros hasta llegar a La Alberca, kilómetros que fueron, en su mayor parte, de ascenso. Antes de entrar en el pueblo vimos el indicador que anunciaba la Abadía de los Templarios. Algunos no evitamos la tentación, entramos y rodamos por la calle principal que asciende hasta un castillete (el hotel). Nos dio una impresión buenísima, con decenas de casitas (villas) construidas con esmero.
Después de esa visita, sin más dilaciones, continuamos hasta la Alberca. Al llegar nos metimos por la calle principal hasta llegar a la plaza. La tarde se había quedado espléndida y estaba repleta de gente sentada en las terrazas. Estuvimos admirándola unos minutos, porque la verdad es que, a pesar del encanto que ha perdido con tanto turismo y con estar todo tan volcado hacia el mismo, es preciosa.
Abandonamos la plaza y nos dirigimos hacia la iglesia porque queríamos hacernos una foto con el famoso marrano de San Antón.
Este afamado cerdo realizado en granito representa a uno de verdad que cada 13 de junio, festividad de San Antonio de Padua, se suelta por las calles, después de haber sido bendecido, de colocarle una campana en el cuello; este permanecerá suelto por el pueblo hasta el día 17 de enero, San Antón, día en el que será sorteado.
El cerdo vaga libremente por el pueblo y los encargados de alimentarlo son los propios vecinos, que en muchas ocasiones también lo cobijan en alguna cuadra por la noche. Antiguamente este cerdo era cebado por los vecinos, y después se entregaba a la familia más desfavorecida o pobre; en la actualidad es sorteado entre los compradores de papeletas. La recaudación se destina a obras sociales o a una ONG.
Tras la foto con tan insigne personaje nos dirigimos hacia el lugar donde habíamos dejado los coches. Allí recogimos todo y cargamos las bicis para dirigirnos hacia el
Hotel Rural Porta Coeli, donde teníamos previsto alojarnos para poder seguir disfrutando de la zona.
Para descargar la ruta haz clic en el logo de Wikiloc.
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